El conjunto arquitectónico de Melilla es uno de los ejemplos más nítidos de cómo una ciudad puede trascenderse a sí misma, evadirse de sus propios complejos y traumas y proyectarse con fuerza hacia el futuro.
Y todo de una forma tan aparentemente fácil como natural: mediante la belleza de sus edificios en un trazado urbano ideal para mostrar una arquitectura concebida para ser admirada.
Definir la belleza de una ciudad es muy difícil y requiere un gran esfuerzo de distanciamiento. Pero previamente hay que empaparse de ella, vivirla y ser partícipe de sus mensajes mudos; mirar los quiebros de sus calles y sentirse observado por esas mujeres eternas que desde sus cornisas vigilan lo intrascendente. Flores de piedra que no se marchitan nunca, ondulaciones delirantes y derroche de color en un siglo XXI que contempla las ciudades del siglo anterior con cierto aire de escepticismo y de despreciable autosuficiencia.