Aranjuez fue durante siglos un pequeño paraíso de jardines, huertas y alamedas, entre ríos, acequias y bosques de caza. Allí solía desplazarse la corte española a pasar la primavera, con su séquito de nobles, criados, funcionarios o artistas. Para alojarlos, en 1750 se trazó una ciudad de nueva planta que en pocos decenios albergó viviendas y oficinas, cuarteles y mercados, teatros y conventos. Entre rectas avenidas arboladas, su sobria y uniforme arquitectura era a la vez rústica y galante, artesanal y rigurosa, práctica y simbólica. En sus edificios aún puede observarse la huella conjunta de arquitectos y albañiles, la regularidad tipológica y la coherencia constructiva, la difícil adaptación de su arquitectura, conservada, alterada, restaurada o sustituida siguiendo los avatares vitales de sus habitantes. Una ciudad que, con el tiempo, pasó de cortesana a burguesa, de estacional a permanente, de ociosa a laboriosa. Comprender la lógica de su diseño y su construcción, su capacidad de preservarse o transformarse y el singular papel que desempeña en su entorno urbano y paisajístico resulta una apasionante tarea que plantea preguntas inéditas sobre el presente y el futuro.
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