Según ya se puso de manifiesto con la edición, en esta misma serie, de Deberes y funciones de generales, capitanes y gobernadores, la figura literaria de Rodrigo Sánchez de Arévalo representa, como pocas otras, el gozne que entreabre en los reinos peninsulares -y de manera muy notable en Castilla- el rico predio del humanismo italiano, y que poco a poco va cerrando los usos y los tópicos de un Medievo no tan asfixiante ni tan pertinaz o esencialmente español como lo han querido pintar algunos historiadores. Pero si entonces se nos descubrió un tratado de polemología ahormado en los cánones de los tratadistas latinos, ahora nos encontramos -en la estela formal de Petrarca- con una equilibrada combinación de fuentes profanas y sagradas mediante las que Arévalo va tejiendo el tratado consolatorio en que se resume el propósito del Espejo de la vida humana. Vista a través del espejo, que no es romo ni está desnudo, sino que lo informa la sabiduría inscrita en las fuentes, la vida se nos revela en todas sus miserias y desdichas, arraigadas siempre en el mal constitutivo del hombre que narra el relato bíblico; pero también se nos deja ver en la ligera brizna de esperanza que se le ofrece a quien, justamente porque es consciente y se hace cargo de esas miserias y desdichas, está en condiciones de encomendarse a la vida espiritual que tal vez, solo tal vez, las redima.